Estamos atravesando un punto de inflexión donde la inteligencia artificial deja de ser simple una herramienta para rozar la tan mentada singularidad. Ese tironeo, casi gravitatorio, adelanta los relojes y comprime el futuro sobre nuestro presente. «El porvenir llega antes de que podamos nombrarlo», advertía Jorge Luis Borges, y hoy la frase resuena con más fuerza que nunca: la IA ya trastoca la línea temporal y nos obliga a redefinir lo que significa vivir, trabajar y, sobre todo, tener un propósito.
Durante milenios nuestra prioridad fue sobrevivir: comer, guarecernos y evitar peligros. «Primero vivir, después filosofar», decía Pedro Abelardo. Sin embargo, los algoritmos que ahora diseñamos prometen satisfacer buena parte de esas necesidades básicas con una eficiencia inimaginable para cualquier civilización previa. Cuando el cuerpo deja de temer por su sustento diario, la mente se queda sin un enemigo exterior claro y fija la mira hacia adentro. «Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo», recordaba Viktor Frankl. Ese porqué se vuelve el nuevo combustible; sin él, el viento favorable no alcanza para hacer avanzar al barco.
Desde chicos nos entrenan en circuitos de metas: terminar la escuela, conseguir trabajo, ascender. Son escalones prácticos, sí, pero también atajos mentales que imitan un sentido vital. En el horizonte de la IA general, esas escaleras pierden relevancia. ¿De qué sirve la vieja fórmula de progreso lineal si el conocimiento se vuelve instantáneo y el trabajo se transforma más rápido que nuestra estructura educativa? Alan Kay lo expresó con lucidez: «La mejor forma de predecir el futuro es inventarlo». Viviremos en un mundo donde los hechizos se compilan en código y los límites entre lo posible y lo imaginado se vuelven borrosos.
Ante ese escenario, muchos temen quedar obsoletos, como si la chispa creativa fuese propiedad exclusiva del homínido actual. Olvidan que las herramientas no nos quitan humanidad: la amplifican. Miguel Ángel afirmaba ver el ángel dentro del mármol antes de esculpirlo; la IA es simplemente un nuevo cincel, capaz de quitar lo superfluo a una velocidad impensada. Rechazarla sería como pedirle a la historia que regrese al telégrafo por nostalgia.
Claro, la transición exigirá un viraje interior significativo. Pasaremos de la «lucha por la sobrevivencia del cuerpo» a la «lucha por la serenidad de la mente». Nietzsche advertía que «quien combate monstruos debe cuidar de no convertirse en uno». Nuestra criatura digital no es Frankenstein, pero sí proyecta nuestras sombras: sesgos, ansiedades y deseos de control. Abrazar su potencial implica cultivar una ética sólida y un saludable escepticismo.
¿Cómo encontrar propósito en una época donde cada qué parece al alcance de un clic? Volvámonos exploradores de preguntas más que acumuladores de respuestas. Humberto Maturana proponía que «la objetividad es la ficción de creer que las emociones no existen»; de igual modo, el valor diferencial humano radicará en nuestra capacidad de dotar de sentido a los datos, de hilar narrativas que conmuevan y convoquen. En un entorno saturado de información, la emoción bien orientada será oro puro.
Pensemos en los grandes saltos históricos: la imprenta democratizó el conocimiento; la electricidad multiplicó las horas productivas; internet conectó conciencias en tiempo real. Cada revolución desplazó trabajos pero creó universos enteros de oportunidades. Alvin Toffler lo anticipó con precisión: «Los analfabetos del siglo XXI no serán los que no sepan leer y escribir, sino los que no puedan aprender, desaprender y volver a aprender». Adaptarse hoy implica formarnos en competencias imperecederas: pensamiento crítico, sensibilidad cultural, creatividad aplicada y la empatía necesaria para colaborar con mentes —humanas o sintéticas— muy distintas de la propia.
En la práctica, el profesional que triunfe no será el que memorice más, sino el que formule mejores hipótesis y sepa cooperar con sistemas inteligentes para probarlas. El ingeniero, la médica, la artista: todos deberán coreografiar un baile continuo con agentes que aprenden, sugieren y a veces sorprenden. Habrá momentos de fricción —cuando un asistente mecánico nos corrija— y otros de asombro, al ver una idea propia materializada en horas. Mantener la humildad será tan importante como la curiosidad.
Queda la cuestión de la felicidad, esa meta tan vendida en afiches motivacionales. No proviene del gadget nuevo ni de la estadística perfecta: emerge del proceso, del aprendizaje que ocurre cuando nos medimos contra un reto y lo integramos a nuestra narrativa vital. Como escribió Antonio Machado, «Caminante, no hay camino; se hace camino al andar»; lo relevante es dar ese paso, no cuántos kilómetros prometa el mapa.
Aceptar la IA general no es bajar los brazos ante un oráculo omnisciente; es reconocer que, por primera vez, las preguntas de fondo se vuelven más importantes que las respuestas inmediatas. Al igual que un pintor extiende la paleta cuando descubre un pigmento nuevo, nosotros estamos a punto de sumar el color que faltaba para que la magia vuelva a encender la imaginación colectiva. La invitación es clara: usemos la herramienta para contarnos historias más grandes, no para acortar la talla de nuestros sueños.
Con todo, la responsabilidad es ineludible. Parafraseando a Spider-Man —o, si se prefiere, a Voltaire—, «un gran poder conlleva una gran responsabilidad». Cada línea de código, cada modelo entrenado, cada decisión algorítmica debe nacer del compromiso de expandir dignidad y oportunidades, no de reemplazar vínculos ni delegar la ética a una caja negra.
En síntesis, la singularidad no será un meteorito que arrase con la condición humana, sino un espejo que potencia la imagen que arrojemos contra él. Podemos elegir el reflejo de la escasez o el de la creatividad rebosante. El futuro —ese que ya asoma la nariz— no exige certezas absolutas; pide valentía para seguir preguntando. Y, sobre todo, un propósito suficientemente grande como para levantarnos cada mañana incluso cuando la próxima versión de nosotros mismos se ejecute en silicio.
La pregunta final no es si la IA nos superará, sino si nosotros nos animaremos a superarnos con su ayuda. Esa, quizá, sea la forma más pura de evolucionar.
Autor: Fabi Mesaglio
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