domingo, 16 de noviembre de 2025

Cultura: ese fuego que no se ve, pero calienta

 


Hay una frase de Albert Camus que siempre me gusta para abrir conversaciones incómodas y necesarias: “La verdadera generosidad hacia el futuro consiste en entregarlo todo al presente.” Y si hablamos de cultura, esa palabra tan manoseada y tan poco entendida, la frase viene como anillo al dedo. Porque la cultura no es un póster pegado en la entrada de la oficina ni un mantra repetido en las presentaciones trimestrales. Cultura es lo que hacemos cuando nadie está mirando. Cultura es lo que aceptamos como normal, lo que toleramos, lo que premiamos y lo que dejamos pasar.

Durante años me llamó la atención ese fenómeno casi invisible: cómo un grupo humano termina adoptando un conjunto de reglas que no escribió. Nadie te entrega un libro al entrar a un equipo, pero igual empezás a actuar como actúan los otros. “Así se hacen las cosas acá.” Y uno, sin cuestionarlo demasiado, internaliza el manual. Ese manual tácito es la cultura. A veces amable, a veces áspera, pero siempre presente.

Raymond Williams, sociólogo británico, decía que “la cultura es un sistema vivo de significados y valores” Me gusta porque subraya lo esencial: está viva. Se mueve. Cambia. Respira. Y eso significa que también se puede cuidar, moldear o, si hace falta, reconstruir.

Lo que creemos normal

Todo lo que sabés, todo lo que hacés, todo lo que vivís en un equipo está filtrado por ese conjunto de creencias que absorbés casi por osmosis. Una especie de microclima emocional y conductual. A veces soleado, a veces ventoso, a veces directamente un huracán.

Cuando las reglas no escritas son sanas, aparece ese fenómeno maravilloso que, en la vida cotidiana, llamamos sentido de pertenencia. Ese motor extraño que te hace dar un poco más, quedarte un rato extra, colaborar con otro sin que nadie te lo pida. No por obligación. No por miedo. Por convicción.

Pero cuando la cultura está ausente, todo es invernal. La gente entra, cumple, sale. Como decía Durkheim, “Cuando desaparecen los vínculos, aparece la anomia.” Y la anomia es eso: la sensación de que nada nos une, de que solo estamos ahí para intercambiar tiempo por dinero. Una empresa puede sobrevivir un tiempo en modo invierno, claro. Pero florecer… jamás.

El manual invisible

La cultura también funciona como un manual de etiqueta emocional. No se trata de protocolos finos sino de acordar, tácitamente, qué significa “ser parte”. Y no me refiero al típico “somos una familia”, frase peligrosamente manipulable y que, cuando se usa mal, termina tapando más que revelando.

Ser parte es saber que tu trabajo importa. Que hay un rumbo. Que tenés un grupo con quien remar. Que existe un propósito que no es un eslogan: es una brújula. Peter Drucker, siempre práctico, decía que “la cultura se desayuna a la estrategia”. Puede sonar exagerado, pero quien haya vivido un equipo disfuncional sabe que no lo es. Podés tener la mejor estrategia del mercado, pero si las personas no creen, no conectan y no se sienten vistas, esa estrategia queda en un PowerPoint muy bonito y muy inútil.

En cambio, cuando un equipo comparte una cultura robusta, aparece el milagro del nosotros. Un nosotros que no aplasta al individuo, sino que lo potencia. Cuando todos vamos detrás de una bandera compartida —no una bandera impuesta, sino elegida—, la creatividad se vuelve colectiva. Esa chispa que antes se encendía de vez en cuando empieza a encenderse en serie, como una guirnalda de luces en la que cada persona activa la siguiente.

El fuego que convoca

Las culturas fuertes tienen algo de fogata. Reúnen. Calientan. Dan ganas de quedarse. No requieren discursos grandilocuentes; requieren coherencia. Nietzsche decía: “Quien tiene un porqué soporta casi cualquier cómo.” En las empresas pasa exactamente eso. Cuando existe un porqué auténtico, la gente no solo soporta, sino que empuja, inventa, desafía, imagina.

El famoso “esfuerzo extra” no aparece mágicamente. No surge porque el líder lo pida con voz convincente. Surge porque la persona siente que forma parte de algo que vale la pena. La cultura es un multiplicador silencioso. Un potenciador de energía emocional. Un recordatorio de que el trabajo es más que tareas: es construcción colectiva.

Y ese fuego tiene otra particularidad: también ilumina. Permite ver cuándo algo no encaja, cuándo un comportamiento erosiona, cuándo una decisión contradice los valores que supuestamente nos sostienen. En culturas débiles, esas incoherencias se barren debajo de la alfombra. En culturas sanas, se conversan, aunque incomoden.

Cuando la cultura falta

La ausencia de cultura no es neutral. No es un “estado cero”. Es un agujero que se llena con desconfianza, con competencia innecesaria, con silencios incómodos. En un lugar así, lo único claro es que cada uno está solo. Y cuando cada uno está solo, nadie innova, nadie pregunta, nadie se arriesga. ¿Para qué? ¿Para quién?

Una empresa sin cultura es un conjunto de individuos compartiendo WiFi. Nada más.

Y hay algo más: cuando la cultura falta, el propósito se disuelve. Nadie sabe para qué estamos acá. El trabajo se convierte en una transacción fría. Los líderes se vuelven administradores de tareas. El talento se escapa. Y la energía, la más frágil de todas las materias primas, se evapora.

Cuando la cultura se siente

Pero cuando la cultura está, se nota. Se nota en cómo se saluda la gente. En cómo se piden ayuda. En cómo se celebran los pequeños logros. En cómo se sostienen ante los tropiezos. No hace falta un letrero que diga “aquí hay buena cultura”. Se siente. Es atmosférico.

Y se nota también en algo más sutil: la velocidad con la que fluye la confianza. Porque cuando confías, trabajás distinto. Preguntás distinto. Creás distinto. Los equipos con buena cultura se convierten en lugares donde la vulnerabilidad es posible y la creatividad se permite jugar sin miedo. “La imaginación —decía Einstein— es más importante que el conocimiento.” Y la imaginación florece mejor en suelos fértiles.

Cultura como misión compartida

La cultura es, al final, la misión emocional de un equipo. La razón por la cual un grupo de personas decide caminar en la misma dirección. No porque alguien lo ordenó, sino porque algo los convoca. Ese algo puede ser un propósito social, una meta ambiciosa, un producto que genera orgullo, un impacto que trasciende.

Cuando la cultura está bien encendida, la bandera no la lleva una persona: la llevan todos. Y esa bandera no es un símbolo vacío; es la síntesis de un compromiso. De un acuerdo tácito: mejorar la vida de quienes nos acompañan en el viaje. Compañeros, clientes, usuarios, comunidades. Quien toque la cultura, toca todo.

Hacia adelante: cultivar lo vivo

La cultura no se decreta. Se cultiva. Como un jardín. Puede que un día brote algo inesperado, otro día haya que podar lo que creció demasiado, y otro día toque replantar lo que se secó. Lo importante es no darla por sentada. Porque lo vivo no se conserva solo.

Crear una cultura no es responsabilidad de un área. No es “responsabilidad de RRHH”. Es una tarea coral, un ejercicio colectivo de coherencia. Cada gesto suma o resta. Cada interacción deja huella. Cada decisión es un ladrillo en el edificio invisible que es el clima del equipo.

Al final, la cultura es la memoria de lo que queremos ser y el compromiso con lo que aún no somos. Es el puente entre el presente que vivimos y el futuro que deseamos construir. Y si algo he aprendido es esto: cuando un grupo humano encuentra su cultura, encuentra también su motor.

Quizás sea hora de preguntarnos no qué cultura tenemos, sino qué cultura estamos creando hoy con cada acción mínima. Porque ese es el mapa que guiará a quienes vienen detrás.

Como escribió el poeta Antonio Machado: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar.” La cultura es exactamente eso: el rastro que dejamos mientras avanzamos juntos.

por Fabi Mesaglio


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