domingo, 9 de noviembre de 2025

 


Balance en la era de la inteligencia artificial

Hay una palabra que atraviesa los siglos sin perder su peso: balance.
El equilibrio ha sido el santo grial de todas las búsquedas humanas. Desde Aristóteles, que proponía la virtud como el punto medio entre dos excesos, hasta Lao Tse, que invitaba a fluir con el Tao sin forzar la corriente. Pero en estos tiempos donde el mundo se acelera al ritmo de los algoritmos, el balance ya no parece un ideal, sino una especie de lujo.

El mundo está cambiando de la mano de la inteligencia artificial, y nosotros —los humanos, esos animales que todavía sueñan, dudan y respiran— tratamos de entender qué significa vivir con ella sin perder el centro.

“La medida de la inteligencia es la capacidad de cambiar”, dijo Einstein.
Lo que no dijo es cuánto cuesta cambiar sin romperse.

Vivimos una época de transformación constante. Todo lo que antes era estable ahora es flujo. El trabajo, las relaciones, la información, incluso la identidad. Cada día nos levantamos con una nueva herramienta, una nueva promesa de productividad, una nueva alerta que indica que algo más se automatizó.

Y en ese vértigo, el balance se vuelve una necesidad casi biológica.

No es casual que las palabras que más se repiten en las conversaciones contemporáneas sean bienestar, mindfulness, descanso, desconexión. Parecen conceptos de otro siglo, pero se han convertido en estrategias de supervivencia en este. Porque la vida moderna no se quiebra por falta de velocidad, sino por exceso de ella.

Durante años, el equilibrio se pensó como una meta externa: balancear la vida personal con la laboral, el tiempo libre con las responsabilidades, lo digital con lo real. Pero el nuevo desafío no está fuera, sino dentro.

Hoy el balance se juega entre lo que queremos, lo que podemos y lo que debemos.
Es una ecuación dinámica porque el mundo nos pide adaptarnos mientras tratamos de no traicionarnos.

Queremos avanzar, aprender, crear, ser parte del futuro.
Podemos hacerlo porque las herramientas están ahí: accesibles y potentes. Pero debemos hacerlo con conciencia, con un sentido humano que no se delega en ninguna máquina.

“No todo lo que puede ser contado cuenta, y no todo lo que cuenta puede ser contado.”
—Albert Einstein.

Ese es el dilema: el mundo mide con datos lo que en nosotros se manifiesta como alma.
La IA calcula; nosotros sentimos. Ella optimiza; nosotros dudamos.
Y el balance, una vez más, no está en elegir un lado, sino en sostener la tensión entre ambos sin romper el hilo.

Hace poco, una persona me dijo que las herramientas de IA le estaban quitando su identidad profesional. Que ya no sabía qué era “ser bueno” en algo si una máquina podía hacerlo mejor, más rápido o más barato.

La escuché con empatía. No porque tuviera una respuesta, sino porque entendí la raíz del miedo.
No tememos que la inteligencia artificial piense: tememos que deje de necesitarnos.

Pero ese miedo también es una oportunidad.
Porque cuando una tecnología nos empuja al borde de lo conocido, lo que emerge es la esencia: lo humano. La empatía, la intuición, la creatividad, la ética.
Es en el roce con lo inhumano donde redescubrimos qué significa ser persona.

“El hombre es la medida de todas las cosas”, decía Protágoras.
En la era de la IA, la frase se actualiza: el hombre es la medida de su propio   equilibrio.

Encontrar ese balance es una tarea artesanal. No se aprende con un curso ni se alcanza con una app.
Requiere observarse, ajustarse, detenerse, probar.
En cierto modo, el balance se parece más a una respiración que a una meta.
Inhalar cuando el mundo se acelera, exhalar cuando se detiene.
Evitar que el movimiento externo defina la dirección interna.

A veces, eso implica saber desconectar.
Otras, aceptar que el caos también enseña.
Porque el equilibrio no es la ausencia de movimiento, sino la capacidad de volver al centro cada vez que uno se desplaza.

La IA nos está ofreciendo un espejo, uno frío, brillante, lógico.
En él nos vemos sin adornos, sin autoengaños, sin distracciones. Y lo que refleja es incómodo: una especie que quiere trascender sus límites, pero que todavía no ha aprendido a convivir con sus propias contradicciones.

No es la primera vez que enfrentamos algo así, el fuego, la imprenta, la electricidad, internet. Cada revolución tecnológica nos obliga a redefinirnos.
Pero esta vez, el salto es más profundo porque no solo cambia lo que hacemos, sino también cómo pensamos.

Las máquinas están aprendiendo de nosotros, y nosotros —sin notarlo— empezamos a aprender de ellas. Adoptamos su lenguaje, su velocidad, su lógica binaria. Y ahí, otra vez, el balance: ¿cómo mantener la ambigüedad del alma en un mundo que ama la precisión del código?

“Somos lo que hacemos repetidamente. La excelencia, entonces, no es un acto, sino un hábito.” —Aristóteles.

Quizás el balance sea eso: un hábito consciente en medio del automatismo.

Cada vez que una nueva herramienta promete hacernos más productivos, deberíamos preguntarnos: ¿más productivos para qué?
Cada minuto que ahorramos en tareas mecánicas, ¿lo invertimos en pensar, en sentir, en vivir mejor? El tiempo liberado no vale nada si no se convierte en tiempo sentido.

Y acá hay una hermosa paradoja: la IA puede ayudarnos a ser más humanos si la usamos con intención. No se trata de resistirla, sino de aprender a danzar con ella.
De permitir que su lógica amplifique nuestras capacidades, pero no sustituya nuestras preguntas.

Porque el futuro no será humano o artificial. Será humano y artificial.

El balance, entonces, no está en apagar las máquinas ni en idolatrarlas. Está en aprender a convivir con ellas sin perder el pulso. En aceptar que el progreso no debe medirse solo en velocidad, sino también en sentido.

Cada algoritmo que creamos nos plantea una pregunta: ¿quién soy cuando todo puede replicarse? Y la respuesta, siempre, está en ese punto medio del que hablábamos al principio. El espacio donde lo racional y lo emocional coexisten sin anularse. Donde la mente calcula y el corazón decide.

“Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio.
En ese espacio está nuestro poder para elegir nuestra respuesta.
En nuestra respuesta yace nuestro crecimiento y nuestra libertad.”
—Viktor Frankl.

Ese espacio es el balance. Y quizá sea lo más valioso que tengamos que proteger en esta nueva era.

Porque el futuro no nos pide elegir entre el humano y la máquina. Nos pide recordar que el equilibrio entre ambos no está en los extremos, sino en la conversación.

El verdadero progreso no será aquel que logre crear inteligencias artificiales más humanas,
sino aquel que inspire a los humanos a vivir con más inteligencia.

Autor: Fabi Mesaglio


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