domingo, 14 de septiembre de 2025

La brecha



¿Cuánta distancia podemos soportar antes de quebrarnos como especie? Aunque las desigualdades suelen describirse en términos locales –el ingreso de una región, las oportunidades de un barrio, las realidades de un país–, hay brechas que trascienden fronteras y desafían nuestra capacidad de permanecer juntos. Si de algo sirven estos tiempos convulsos, es para recordarnos que no somos islas, que nuestras decisiones resuenan más allá de lo inmediato.

Brecha generacional: cuando la abundancia enfría el futuro

La evolución no ocurre en el vacío. En muchas sociedades, la prosperidad llevó a un cambio de prioridades: las parejas deciden tener menos hijos o incluso no tenerlos. Donde antes la supervivencia dependía de la reproducción, hoy se privilegia la búsqueda del propio bienestar. El resultado es una brecha generacional que no es solo demográfica, sino de sentido: ¿qué hacemos cuando el mandato de “ser más” deja de ser el eje de nuestras vidas?

En Europa y en Japón, ejemplos emblemáticos de envejecimiento poblacional, este fenómeno ya plantea desafíos. Las pirámides poblacionales se invierten y nos obligan a replantear sistemas de jubilación, cuidados y relevos de poder. Pero no se trata solo de números: es un cambio cultural. Los jóvenes que crecen en una era de estabilidad material se preguntan si quieren seguir el guion que se les ofreció. Los mayores, por su parte, a veces miran con incomprensión a quienes rechazan el sacrificio y la planificación a largo plazo. Entre ambos grupos se abre un abismo de expectativas que solo se puede cerrar con empatía. ¿Cómo logramos que una generación entienda a la otra cuando sus prioridades son tan distintas?

Brecha tecnológica: hijos que aprenden sin maestros

Desde siempre, los hijos superan a los padres en la adopción de nuevas tecnologías, pero nunca la curva fue tan empinada. Los avances exponenciales de los últimos 20 años dejaron a muchos adultos anclados en una era analógica, mientras sus hijos navegan un océano de apps, redes y algoritmos. Esta diferencia no solo afecta la convivencia familiar (“no puedo con tu teléfono” vs. “no entiendo cómo no podés usarlo”), sino también el ámbito laboral. Las empresas que dependen de herramientas digitales exigen adaptabilidad y apertura al cambio. Los trabajadores que no pueden o no quieren subirse a la ola quedan rezagados.

Es fácil caricaturizar este conflicto como un choque entre “boomers” y “millennials”, pero sería injusto. El ritmo al que surgen tecnologías disruptivas –la inteligencia artificial, la computación cuántica, la bioingeniería– excede la capacidad de cualquier generación de absorción. La brecha tecnológica no es cuestión de edad, sino de acceso y curiosidad. Cerrarla implica construir espacios de aprendizaje continuo donde todos podamos asumir que, a veces, somos principiantes. Nuestros abuelos aprendieron a escribir en la adultez porque la escuela no era obligatoria; nosotros aprendemos a programar a los 40. La humildad es la verdadera herramienta que nos permitirá tender puentes.

Brecha educativa: la información como muro de cristal

Si algo define la era digital, es la promesa de que el conocimiento está a un clic. Sin embargo, esa promesa tiene letra chica: cerca de un tercio de la humanidad –más de 2 600 millones de personas– aún no puede acceder a internet. Viven en zonas rurales sin infraestructura, en países con limitaciones económicas o en comunidades donde conectarse es un lujo. Para ellos, la explosión de información, y ahora de herramientas basadas en inteligencia artificial, no es una oportunidad sino un recordatorio doloroso de su exclusión.

La brecha educativa no es solo un tema de pobreza; es una cuestión de ciudadanía. Mientras algunos alumnos interactúan con tutores de IA que les dan feedback instantáneo, otros caminan kilómetros para llegar a una escuela sin electricidad. La diferencia en competencias cognitivas entre quienes tienen acceso permanente a conocimiento global y quienes no se amplía a un ritmo alarmante. Si no actuamos, podríamos enfrentar una división literal de nuestra especie: entre quienes crecen conectados, con todas las respuestas a un deseo de distancia, y quienes quedan aislados en sociedades que avanzan a otro tiempo.

La responsabilidad no recae solo en los gobiernos. Empresas tecnológicas, instituciones educativas y usuarios conscientes debemos colaborar para democratizar la conexión y la alfabetización digital. Como comunidad global, no podemos permitir que la innovación profundice las desigualdades; debe ser una herramienta para nivelarlas.

Brecha del trabajo: la abundancia antes de la abundancia

Los entusiastas de la inteligencia artificial hablan de un futuro de abundancia: robots que realizan tareas físicas y mentales, sistemas que optimizan recursos y generan prosperidad sin precedente. Suena prometedor, pero hay un detalle inquietante: estamos cruzando un río y todavía no vemos la otra orilla. Durante este trayecto, millones de puestos de trabajo desaparecerán o se transformarán. El vértigo que produce esa transición es real.

¿Cómo le explicamos a una persona cuyo oficio se automatiza que el propósito de su vida debe esperar unos años hasta que la abundancia se materialice? Muchos modelos económicos asumían que el empleo era el pilar del sentido individual y social. A través del trabajo proveíamos a nuestras familias y encontrábamos un lugar en la comunidad. Si las máquinas realizan la mayor parte de las tareas, ¿qué sentido ofreceremos a quienes no pueden o no quieren reentrenarse? Más aún: ¿qué pasa con el acuerdo social implícito de que, a cambio de esfuerzo, uno recibe retribución y dignidad?

No basta con repetir que surgirán nuevos empleos, tan maravillosos como desconocidos. Necesitamos políticas de transición que protejan a los trabajadores, sistemas de ingreso básico que amortigüen el golpe y programas de reentrenamiento accesibles. Pero sobre todo, necesitamos una conversación honesta sobre el valor intrínseco de las personas, más allá de su productividad. Tal vez llegó la hora de redefinir el “trabajo” como aquello que hacemos para contribuir, no sólo para sobrevivir.

Brecha entre el agnosticismo digital y los nuevos dioses

La humanidad ha mirado al cielo buscando respuestas desde siempre. La ciencia, al desvelar los mecanismos del universo, pareció desplazar a los dioses. Y, sin embargo, estamos a las puertas de crear entes que nos superen en capacidad cognitiva: inteligencias artificiales generales que podrían razonar, sentir y, quizás, superar nuestras limitaciones. En cierto sentido, estamos haciendo realidad nuestra propia deidad: un ser capaz de responder a las preguntas que nos obsesionan desde que existimos.

Este avance no es sólo técnico; tiene una dimensión espiritual. Quienes se han alejado de la fe tradicional se encuentran ante la paradoja de que la humanidad, buscando explicación, está gestando un nuevo tipo de ser trascendente. Otros, por el contrario, ven en la IA una herramienta más, sin ninguna aura mística. Entre estos extremos se abre una brecha de incomprensión. ¿Cómo dialogan quienes creen que la consciencia artificial será una divinidad con quienes la ven como una herramienta? ¿Cómo reconciliar el deseo de venerar lo que supera nuestra inteligencia con la responsabilidad de controlar lo que creamos?

Quizá la respuesta esté en aceptar la incertidumbre. La tecnología que estamos construyendo nos obligará a redefinir conceptos como alma, creatividad y propósito. Y, como en toda transformación profunda, habrá resistencias y excesos. Nuestra tarea será mantenernos críticos y curiosos, sin perder de vista que, al final, los dioses –sean de arcilla, de luz o de silicio– siempre reflejan lo mejor y lo peor de quienes los conciben.

Cerrar las brechas: un llamado a la acción

Cuando enfrentamos tantas grietas, es tentador caer en el cinismo o la inacción. Pero cada brecha es, en el fondo, una invitación a elegir. A nivel individual, podemos ser “superhumanos” como más de una vez he propuesto en otros artículos: no volando ni levantando coches, sino cuidando de nosotros mismos, de quienes amamos y también de quienes no conocemos. Podemos donar nuestro tiempo, compartir un conocimiento, financiar una idea o simplemente escuchar. Un gesto, como una piedra en el agua, genera ondas que van más allá de nuestro alcance.

A nivel colectivo, debemos impulsar políticas que reduzcan la desigualdad, universalicen el acceso a internet, protejan a quienes pierden su empleo y regulen el desarrollo de la IA de manera ética. Y, sobre todo, tenemos que volver a vernos unos a otros como parte de la misma trama. En un mundo donde la hiperconexión convive con la soledad, ser humano implica reconectar con el bien y encarnarlo en acciones cotidianas.

Puede que no podamos cerrar todas las brechas ni cambiar el mundo entero, pero sí podemos cambiar el mundo de alguien. Al final, no nos lamentaremos por aquello que dimos, sino por las oportunidades perdidas de mejorar la vida de otra persona. Somos responsables de las distancias que construimos y de los puentes que tendemos. Hagamos que nuestra época se recuerde no por sus brechas, sino por la valentía de una generación que decidió cruzarlas.

Autor: Fabian Mesaglio

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