Cuanta más temperatura tiene el setup de la instancia que nos determina, mayor es la entropía en cuanto al resultado. Si lo miramos desde lo físico, podríamos hablar de sistemas, de estados energéticos, de partículas. Pero si lo trasladamos al terreno humano, esa temperatura es el cúmulo de estímulos, historias, elecciones y circunstancias que nos empujan hacia futuros cada vez menos previsibles. Cada grado extra de complejidad agrega nuevas combinaciones posibles; la vida, en ese sentido, es un experimento continuo de posibilidades abiertas.
Si comparamos lo que sucede ante la tedia de la absoluta certeza, es el azar, la posibilidad de la alucinación, lo que crea la ilusión de la tentación y nos mantiene a la expectativa de algo mejor. Ese azar, ese margen de error, esa ignorancia momentánea (el "mal", como lo llamaba Sócrates) es en realidad la base del conocimiento. Sin desconocimiento no hay búsqueda, y sin búsqueda no hay saber. Paradójicamente, la ignorancia no es la ausencia de conocimiento, sino su motor.
Así recorremos el sendero, cargando un set de reglas heredadas, una historia personal que llevamos como mochila y la completa pretensión del libre albedrío. Y le damos entidad completa a ese render mental que generamos con los datos de los sentidos, como si lo que percibimos fuera la realidad absoluta. Pero ese render es apenas una interpretación. La realidad, si es que tal cosa existe como absoluto, apenas la esbozamos en función de consensos colectivos, de comparaciones con los renders de los demás. De ahí que seamos, por naturaleza, seres sociales: porque la única promesa de realidad es la comparación con las realidades de otros.
Así es como deberíamos darnos cuenta de que la rutina social tiene un tono de necesidad, casi de urgencia organizacional. La sociedad necesita anclas, personas y estructuras que mantengan el orden, que eviten que todos se lancen al vacío de lo incierto al mismo tiempo. Porque si todos fuesen aventureros, el sistema colapsaría en el caos absoluto. Pero lo curioso, y quizá lo tragicómico, es que quien vive como ancla a menudo sueña con la libertad de lo incierto, mientras que quien vive como aventurero termina deseando la estabilidad del ancla. Ninguna de las dos posiciones es definitiva. Vamos alternando roles, en una danza constante donde los equilibrios son siempre provisorios.
Acaso el dilema esté ahí, en ese tufillo de lo recién instanciado, en ese aroma de lo nuevo que destilamos los humanos cada vez que el universo nos habilita una decisión más. Universos paralelos compartidos en el mismo espacio, quizá en distinto tiempo, quizá en distintas escalas, o simplemente en distintas frecuencias. Quizá, y sólo quizá, todo sea cuestión de la melodía que suena en el interior de los quarks que componen el núcleo de los átomos que nos constituyen y sostienen, bailando todos en la misma cuerda.
Y es que según algunas hipótesis modernas, como la teoría de cuerdas, lo que llamamos materia no es otra cosa que la vibración específica de pequeñas cuerdas fundamentales. Cada partícula, cada átomo, sería en realidad una nota, un tono vibrando en una partitura cósmica infinita. Desde esa perspectiva, podríamos decir que cada vida humana es una variación sobre un mismo tema, una danza particular sobre una melodía que resuena desde el fondo mismo de la existencia.
La vida, en definitiva, es un equilibrio inestable entre el orden y el caos. Somos instancias dinámicas dentro de un sistema mucho mayor, oscilando entre la búsqueda de sentido y el vértigo de la incertidumbre. Cada decisión, por pequeña que parezca, reescribe el mapa posible del futuro. Y aunque intentemos planificar, modelar o anticipar, el universo sigue teniendo esta costumbre extraña de sorprendernos, de recordarnos cuán equivocados podíamos llegar a estar.
Quizás, entonces, la verdadera sabiduría consista en abrazar ese estado intermedio, en aprender a navegar entre la estabilidad de las anclas y el vértigo de los aventureros. En aceptar que somos ambos a la vez, en distintos momentos, y que es justamente esa dualidad la que le da sentido y belleza a esta experiencia que llamamos vida.
Autor: Fabi Mesaglio

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